lunes, septiembre 17

el cuento del mono titiritero

Una de las cosas que recuerdo con más agrado de mi infancia era el momento en que, arropado en la cama y bien calentito, antes de dormir, mi abuelita se sentaba a mi lado para contarme cuentos. Digo cuentos porque supongo que habría muchos, no lo sé, al menos uno por cada noche de la semana, pero lo bien cierto es que, en mi madurez, sólo recuerdo uno, el cuento del mono titiritero.
Ahora, cuando soy yo el que, pase lo que pase, me siento al regazo de mi hijo Rubén para ayudarle a soñar con cuentos maravillosos, me encuentro con la paradoja de que, por mucha inventiva que le quiera poner, mi hijo me reclama todas las noches que le cuente el mismo cuento, y no es otro que el del mono titiritero.
Supongo que ocurre que a los niños les encanta la seguridad y sentir que controlan la situación, por lo que prefieren escuchar siempre una historia que ya conocen, aunque también pueden ser cosas de la genética, y mi pasado sea ahora su presente.
Al fin y al cabo, nuestra historia se repite circularmente como en Cien años de Soledad, y parece dar vueltas sobre sí misma: siempre los mismos buenos propósitos, los mismos objetivos que no llegamos a cumplir, los mismos temores, los mismos fallos y los mismos arrepentimientos: por mi culpa, por mi culpa, por mi santísima culpa... Hemos inventado fórmulas para hacer más llevadero este mundo que discurre como en una espiral, y una de esas cosas son los sueños. Y contar cuentos, ayuda a tenerlos.
Cuando era pequeño anhelaba que llegara la noche para que mi abuelita me contara los cuentos y ahora anhelo que llegue para contárselos a mi hijo Rubén. Cuestión de genética o de este mundo que no para de dar vueltas.

lunes, septiembre 10

horizontes lejanos

Hace ya mucho tiempo que vi la película, pero, de vez en cuando, me acuerdo de aquel paraíso de sabios donde el tiempo no pasaba para los humanos. En el medio de la nada, atravesando grutas y montañas, en medio del himalaya, donde sólo los sherpas podían acceder, se hallaba Shangrila, o Sambalah, que el nombre es lo menos importante. Un lugar con un microclima para vivir, ni frío ni caluroso, donde el sol se alzaba por encima d elas nubes. Una vegetación exhuberante, y una fauna peculiar y amistosa. Y su gente: sabios de todo el planeta reunidos allí para meditar sobre el mundo, y desde sus reflexiones, conseguir un mundo un poquito mejor. Por eso, a pesar de tratarse del paraíso, lo importante de Shangrila era la actitud de la gente. Personas dedicadas a hacer el bien, con buen humor y buena educación, dispuestas siempre a ayudar a los demás. Evitando los conflictos y las malas experiencias. Personas pacientes. Esperanzadas. Imaginativas y sencillas. Conscientes de que les había tocado en suerte el paraíso y que no iban a estropearlo con su mala actitud.
He conocido personas que han hecho del paraíso un infierno y personas que, viviendo en el más burdo de los infiernos, han convertido su pequeño espacio en un verdadero paraíso. Si nos metieran a todos en Shangrila...

jueves, septiembre 6

en defensa de la felicidad

Cada vez estoy más convencido de que existe quien busca la felicidad en las cosas más sencillas de la vida y hay quien se empeña en no encontrarla nunca. Aquejados del mal del eterno sufridor, del constantemente agraviado, creen hacer de la desdicha una virtud, una manera de llamar la atención de los demás sobre sí mismos, y, por mucho que tengan, jamás se sienten mínimamente felices.
Cada vez estoy más convencido de que la felicidad es una actitud, un mirar hacia adentro, un reconocer lo que somos y lo que no podemos llegar a ser. He conocido a gente que se lamentaba por no ser o por no tener y a gente que se sentía feliz de los abrazos que le había dado su hijo. He conocido a gente que se empeñaba en amargar la existencia a los demás, y a gente que, con sólo verla, ya te hace feliz. Y es que los momentos más felices no se pueden retener en una caja de oro. 
 Cada vez estoy más convencido de que el verbo ser es incompatible a tener, y que sólo se puede tener aquello que no se puede coger con las manos. A excepción de un buen abrazo.
El libro de Matthieu Ricard es indispensable. Un tratado sobre lo que somos y lo que podemos ser. Una invitación a mirar hacia nuestro interior. ¿De qué nos quejamos?.

martes, septiembre 4

un lugar en el mundo

...No sé por qué vuelvo, no tiene mucho sentido volver después de ocho años o casi nueve. Volver a un lugar que ya no existe. Sigo haciendo cosas sin pensarlo demasiado, sin medir las consecuencias. Más o menos como vos. Las leyes de la genética no fallan, como diría mamá. Cuando le dije que venía me miró como si estuviera enfermo; deformación profesional, supongo, pero no hizo preguntas, entendió menos cuando le dije que volvía mañana, que ni siquiera me iba a quedar una noche. Entendió menos, o entendió todo, con la vieja nunca se sabe. Para qué voy a gastar guita en hotel. El micro llega por la mañana temprano y se va a las diez de la noche, tengo doce horas de viaje hasta Buenos Aires para apoliyar y casi todo el día para pedalear unos cuantos kilómetros y tratar de saber por qué vine. Turista no soy, los paisajes no me emocionan, de la gente conocida no queda casi nadie, amigos ninguno. A lo mejor vengo nada más que para hablar un rato con vos, para contarte algunas cosas que me pasaron, para decirte lo que pienso hacer...

No se me ocurren mejores palabras que las del magnífico guión de Adolfo Aristarain para Un lugar en el mundo, una de las películas de mi vida, para anunciaros mi regreso. Y es cierto: no sé qué me empuja a volver desde aquel mes de julio, hace más de un año, en que dejé mi blog. Muchas cosas han pasado en ese tiempo. Muy lejano queda todo aquello. Quizá necesite hablar de aquello, y quizá no. Ya lo iremos viendo. Quizá necesite sólo hablar. Escribir. Hablarme. No sé. A mí también me da bronca dejar por mucho tiempo las cosas que soy. Hasta mañana.