lunes, junio 12

la caverna

Al igual que en aquellos cien años de soledad Aureliano Buendía se obsesionaba en fabricar pececitos de oro, y pasaba infinidad de horas encerrado en su estudio, en la penumbra, comprobando las artes de la alquimia, en la caverna, otra de las maravillosas novelas de Saramago, el viejo alfarero se emperra en seguir construyendo figuritas de barro, a pesar de que su salida al mercado sea más que dudosa, y su destino, una incógnita.
En este mundo capitalizado que nos muestra la caverna, donde el gran centro comercial es el templo de todos, la economía engulle hasta a los artistas, dejando aparentemente sin sentido cualquier actividad humana que no vaya encaminada a conseguir un beneficio material. En medio de ese todo, de comerciales que venden y guardas jurados que vigilan, de amos del mundo que ponen los precios de las cosas y de alienados ciudadanos que viven por y para el gran centro, el viejo artesano, con su perrito, en su humilde taller se niega a dejar de crear, como una forma de vida antes que como una manera de ganarse la subsistencia.
Hay mucha gente en el mundo que crea por el placer de crear, que es imaginativa hasta límites insospechados y para los que el arte, más que una forma de subsitencia, es una forma de vida. Los vemos en los mercados ambulantes, con sus cuadros que no tienen precio, con sus extrañas esculturas; los vemos en el metro, tocando la guitarra y tarareando una canción inventada, como aquel desconocido Sabina, ajados por el asfalto y hartos de dormir en los cajeros del banco; los vemos en medio de la nada, escribiendo poesías en los troncos de los árboles y esperando ver caer el sol. No tienen prisa. Ni siquiera les preocupa qué pasará mañana. Construyen por construir, en este mundo nuestro tan acostumbrado a los que destruyen por el placer de ver derrumbarse a los demás. Son los artistas del siglo XXI, los verdaderos protagonistas de la revolución silenciosa que ya se comienza a fraguar: la de los que escribimos porque necesitamos expresar cuánto queremos al mundo, la de los que componen canciones porque ese es el mejor lenguaje que existe y no sabrían ni querrían hablar siempre de números.

miércoles, junio 7

el túnel

Uno nunca llega a saber muy bien porqué tenemos tendencia innata a complicarnos la vida, a hacer difíciles las cosas y a caer en túneles negros y oscuros con una periodicidad digna de un péndulo. Uno, en fin, no sabe muy bien qué día empezó a descender en picado por un túnel que se va oscureciendo más con el paso de los días. Al principio, se ve la luz allá lejos que se va alejando cada vez más. Días más tarde notas la falta de aire como una opresión en el pecho. Cuando te das cuenta, ya no se ve la luz. Ni se escucha ninguna esperanza.
Sucede de igual manera a como se fragua una ruptura de una pareja, o de cualquier relación. Surge hoy una desconfianza. Mañana, un malentendido. Al otro, una desilusión más. Y al final, el silencio atronador y frío. Ya no hay vuelta atrás. El ruido, como diría Sabina, ha acabado de invadirlo todo. Es el final, por mucho que nos empeñemos en volver atrás. No hay salida.
Si se leen las noticias, y se buscan las causas y no sólo las consecuencias o los meros hechos, uno es capaz de justificar casi cualquier acción humana, como en El Túnel, de Ernesto Sabato. El genial -y pesimista innato- autor argentino no se conforma con mostrarnos la crudeza de los hechos. "Soy Juan Pablo Castel, el hombre que mató a María Iribarne", creo que comienza la novela. Después de la fría realidad, Sabato indaga hasta el final los hechos y avatares que han conducido a Castel a cometer tal crimen y a dirigirse a nosotros con tal frialdad. Y, al final los encuentra: el protagonista se había adentrado en el túnel y ya no supo salir. A veces me pregunto cuánta gente hay metida en agujeros oscuros desde donde no ven la luz y me asusta pensar que puede haber en el mundo tanta miseria, tanta vida trunca.

martes, junio 6

la historia interminable

Siempre he pensado que el mundo estaba dividido en dos tipos de personas: aquellos que amamos a los animales y aquellos que no los respetan, que se creen superiores, aquellos a los que no les afecta ver morir a un pájaro. Cuando era pequeño me fascinaban las historias de aquel país llamado Fantasía, de la Historia Interminable de Michael Ende, pero recuerdo que había una escena que me sobrecogía siempre. Cada vez que la leía no podía dejar de llorar; era aquella escena en la que Atreyu perdía a su caballo y amigo Artax en el pantano de la tristeza. La sensibilidad con la que el héroe de la novela intentaba salvar a su amigo era maravillosa, y el final de la escena te dejaba en una angustia que no te permitía seguir leyendo con facilidad: sabías que en las siguientes páginas de la novela, Artax ya no estaría, y te embargaba una sensación de vacío similar a las que nos deja la muerte.
Nunca he comprendido qué mecanismos tenemos que nos hacen recuperarnos siempre de cada pérdida, que nos hacen seguir la novela hasta el final. No sé con qué esperanzas nos aferramos a la vida cada día para seguir; aunque nuestro amigo ya no esté, aunque sólo nos acompañe en el recuerdo. Ha habido veces, incluso, que he detestado ese afán innato de supervivencia que nos hace superar aquel pantano de la tristeza, aquel vacío. Aunque supongo que en el fondo habrá alguna razón. O tal vez no: uno se empeña siempre en buscarle razones a las cosas.
Ayer atropellaron a chiquitín y me ha dado tanta rabia la injusticia que se me han vuelto a quitar las ganas de seguir leyendo. Uno cerraría el libro y esperaría, al menos, a que todos los animales del mundo hicieran la huelga contra las autopistas, hartos de morir aplastados por nuestras prisas, por nuestra ceguera y por la indeferencia de algunos que forman la parte del mundo que menos me gusta.