la caverna
Al igual que en aquellos cien años de soledad Aureliano Buendía se obsesionaba en fabricar pececitos de oro, y pasaba infinidad de horas encerrado en su estudio, en la penumbra, comprobando las artes de la alquimia, en la caverna, otra de las maravillosas novelas de Saramago, el viejo alfarero se emperra en seguir construyendo figuritas de barro, a pesar de que su salida al mercado sea más que dudosa, y su destino, una incógnita.
En este mundo capitalizado que nos muestra la caverna, donde el gran centro comercial es el templo de todos, la economía engulle hasta a los artistas, dejando aparentemente sin sentido cualquier actividad humana que no vaya encaminada a conseguir un beneficio material. En medio de ese todo, de comerciales que venden y guardas jurados que vigilan, de amos del mundo que ponen los precios de las cosas y de alienados ciudadanos que viven por y para el gran centro, el viejo artesano, con su perrito, en su humilde taller se niega a dejar de crear, como una forma de vida antes que como una manera de ganarse la subsistencia.
Hay mucha gente en el mundo que crea por el placer de crear, que es imaginativa hasta límites insospechados y para los que el arte, más que una forma de subsitencia, es una forma de vida. Los vemos en los mercados ambulantes, con sus cuadros que no tienen precio, con sus extrañas esculturas; los vemos en el metro, tocando la guitarra y tarareando una canción inventada, como aquel desconocido Sabina, ajados por el asfalto y hartos de dormir en los cajeros del banco; los vemos en medio de la nada, escribiendo poesías en los troncos de los árboles y esperando ver caer el sol. No tienen prisa. Ni siquiera les preocupa qué pasará mañana. Construyen por construir, en este mundo nuestro tan acostumbrado a los que destruyen por el placer de ver derrumbarse a los demás. Son los artistas del siglo XXI, los verdaderos protagonistas de la revolución silenciosa que ya se comienza a fraguar: la de los que escribimos porque necesitamos expresar cuánto queremos al mundo, la de los que componen canciones porque ese es el mejor lenguaje que existe y no sabrían ni querrían hablar siempre de números.
En este mundo capitalizado que nos muestra la caverna, donde el gran centro comercial es el templo de todos, la economía engulle hasta a los artistas, dejando aparentemente sin sentido cualquier actividad humana que no vaya encaminada a conseguir un beneficio material. En medio de ese todo, de comerciales que venden y guardas jurados que vigilan, de amos del mundo que ponen los precios de las cosas y de alienados ciudadanos que viven por y para el gran centro, el viejo artesano, con su perrito, en su humilde taller se niega a dejar de crear, como una forma de vida antes que como una manera de ganarse la subsistencia.
Hay mucha gente en el mundo que crea por el placer de crear, que es imaginativa hasta límites insospechados y para los que el arte, más que una forma de subsitencia, es una forma de vida. Los vemos en los mercados ambulantes, con sus cuadros que no tienen precio, con sus extrañas esculturas; los vemos en el metro, tocando la guitarra y tarareando una canción inventada, como aquel desconocido Sabina, ajados por el asfalto y hartos de dormir en los cajeros del banco; los vemos en medio de la nada, escribiendo poesías en los troncos de los árboles y esperando ver caer el sol. No tienen prisa. Ni siquiera les preocupa qué pasará mañana. Construyen por construir, en este mundo nuestro tan acostumbrado a los que destruyen por el placer de ver derrumbarse a los demás. Son los artistas del siglo XXI, los verdaderos protagonistas de la revolución silenciosa que ya se comienza a fraguar: la de los que escribimos porque necesitamos expresar cuánto queremos al mundo, la de los que componen canciones porque ese es el mejor lenguaje que existe y no sabrían ni querrían hablar siempre de números.